Sonó el timbre. Ella sacudió con las manos los pliegues de su pollera y abrió la puerta mientras de reojo se miraba el pelo en el espejo. Él estaba ahí parado y en las manos tenía una botella de vino y unas flores. Ella estaba nerviosa, sonriendo, le dijo: - Pensé qué íbamos a cenar afuera. - Si, pero podemos cambiar, o dejo esto acá… es para vos...y extendió las manos. Él pensaba que ya había hecho algo mal. Juana percibió ese malestar y, con cierta timidez, le dijo que prefería salir, que no salía mucho. - Además, podemos ir por acá cerca. Él le caía muy bien y, además, era sensible y discreto: justo lo que ella necesitaba. Juana había decidido mentirle: para qué decirle que era casada. Mentirle era como vivir un sueño, como jugar a la libertad. Ellos se habían conocido una noche en la que ella salió a tomar algo con su amigo de la infancia: Matías. Amigo que, sin duda, esperaba la oportunidad de encamarse con ella; y ella lo sabía. Matías era terrible, así
Ella se sentó en el cuarto escalón de la escalera. Para saber cómo está, hay que mirarle las manos, se toca los dedos, las uñas en los dedos; la punta de las uñas de los dedos. Se acaricia la sien. Después se tapa los ojos y sube las manos hacia su cabeza, como peinándose, pero cuando llega casi hasta la nuca, cierra las manos agarrándose el pelo con fuerza. Esa mujer esta ahí y el relato de su gesto no tiene sentido sino se admite que el gesto es un universo. Esa mujer no habla, no dice nada. Esa mujer no llora, no se ríe. Sólo esta allí sentada. Casi inmóvil su figura puede pasar desapercibida, pero yo la veo y completo su gesto. A ella no le importa que yo esté. Su universo finito, cerrado y completo la consume. El tiempo es sólo un espacio de silencio para ella que esta ahí, tan quieta, tan sola. Me pregunto por qué: por qué estará así. Y la pregunta carece de valor porque ahora me mira y completa el relato con sus ojos. Y toda explicación se desvanece.